Bareck Maeve
Necesito pedir silencio, solo un ratito. Puede parecer estúpido, pero es un deseo que merecerá la pena si consigo dar valor suficiente a este cuento. Porque hoy necesito contar SU cuento. Y no valdrá de nada si decides leer esto distraída o con una sonrisita burlona. Bueno, tal vez si pueda valer si odias este tipo de cosas. Porque mucha gente ridiculiza los sentimientos para sentirse segura, y no es más que una forma de correr en dirección contraria al valor.
Pero bueno, no voy a irme por las ramas. Esto no es una novela ni un tablón de metáforas. Es un rinconcito para contar la historia de alguien que quiero con locura. Alguien que me ha pedido en la intimidad de la noche que no desvele este trocito de su vida si no es en serio. Por lo tanto, me permitiré no desvelar su identidad. ¿Comenzamos? Porque me estoy poniendo nervioso.
Erase una vez. . . (Bueno, no solo una vez, porque ocurra en todas partes, pero como cada persona es un mundo, diré que es solo una vez de forma personal), un chiquillo que aprendió tarde a leer y escribir, porque sus profesores nunca miraron por encima de la norma general. Y aunque fuera tarde, su madre le salvó la vida enseñándole cada tarde tras ser ignorado en las aulas. Jugaba y recreaba historias en su mesa de juegos, y nunca se juntaba con el resto si no era para vivir aventuras más allá del fútbol y la comba. Porque ya sabéis que en los colegios y parques era todo o rosa o azul. Mi amigo me contaba siempre que sus compañeros le llamaban mariquita y que no entendía ese término. De hecho, se me escapó una carcajada cuando me contó que creía que se referían al propio insecto. ¡Niños! Inocentes en un mundo tan oscuro.
Como os podéis imaginar, el niño aprendió a jugar sólo y a no salir a la calle. Incluso cuando se mudó a un pueblo nuevo, tuvo el mismo cantar. Ya no sólo empezó a soñar y leer mágicas sagas como Harry Potter, también disfrutó con videojuegos donde era entrenador de seres extraordinarios, donde recreaba una vida ideal. Era al final su único mundo a color, lejos de gente extraña que le empezaba a llamar gordito. ¡Ni siquiera le importaba aumentar su peso y traer quebraderos de cabeza a su pediatra! Amaba comer. Amaba el chocolate. Y eso era algo que a los niños y niñas les hacía demasiada gracia. Demasiada. De hecho, conoció en este barrio nuevo a vecinas y vecinos de su edad, que, si bien no se metían con él a diario, le obligaban a irse corriendo a su casa. Fue un verano de peleas, incluso de infidelidades. Un vecino llegó a romperle un libro de Harry Potter cuando se lo prestó. Y jamás volvió a confiar en nadie a partir de entonces. Yo veo en su estantería aquél libro gordo con el lomo roto y pienso: es la cicatriz de su corazoncito, aunque él no se de cuenta.
La cosa empeoró, obviamente. ¿Vosotras teníais insomnio el primer día de colegio? Porque mi amigo me contó que él estaba taquicárdico. Temía que el resto de la gente fuera igual a la ya conocida. Y lo peor es que no se equivocó. La clase se apartó de él, liderada por aquellos vecinos que se empoderaban en bandas que rechazaban al rarito. Por lo cual, pasó toda la primaria escondido detrás de las puertas en los recreos. Alguna vez lloró, y no solo en la soledad de un escondite, si no también en alguna clase en la que el profesor de turno le invitaba a participar y decidía callar y mirar al suelo. No quería formar parte de aquello. No le habían dejado. Y su mejor arma fue el silencio, hasta que un día ocurrió un accidente.
Era una clase cualquiera de Educación Plástica. Ya sabéis, de esas con tijeritas, pegamento, papel de colores y muchos proyectos que acaban en cutres murales de pasillo. Mi amigo recortaba en silencio y paz, hasta que un gracioso decidió irrumpirle. Porque siempre hay gente que en el fondo de su alma envidia un corazón inalcanzable. Empezó a insultarle al oído, a reírse con sus compañeros.
CERDITO
BOLA DE SEBO
CROQUETILLA
BALÚ
OSO YOGUI
GORDITO DE MIERDA
¿Qué creéis que hizo él? A veces uno tiene límites, a veces estallamos por dentro y sacamos un lado oscuro. Un grito que pide auxilio. ¿Lo hizo?
…
Un grito de guerra vino acompañado de sus tijeras clavándose en el brazo de aquél graciosillo. La clase montó un alboroto, y la profesora de turno actuó. ¿Un niño clavándole unas tijeras a otro? ¿Qué habrá pasado? ¿Es hora de imponer justicia y sanar esta herida? Bien, como os podéis imaginar en esta triste historia. . . La profesora no hizo nada. Nada, salvo amonestar a mi amigo con una nota a los padres de su mal comportamiento y mandándole al director. Triste, ¿verdad? Resulta que la profesora de repente se tragó toda una lluvia de acusaciones de toda la clase. Mi amigo escuchó en silencio, respirando fuerte y con el corazón a mil. Decían que era un borde que insultaba a todos. Que no quería estar con nadie. Y él pensó que era verdad, que no quería ir con nadie que no le quisiera tal y como era.
Después de aquello mi amigo decidió seguir callado y no luchar. Salía corriendo a su casa. A por sus libros y sus videojuegos. Y sus padres, preocupados, intentaron de alguna forma que saliera a la calle de vez en cuando. Pero era en vano.
Pero esto no para aquí. De eso nada. Hay cosas mucho peores. A mi me dejó muy afectado cuando me contó lo que pasó al llegar al instituto. Si el colegio fue un tormento, la adolescencia fue barroquismo. Ya lo creo que lo fue.
La adolescencia de mi amigo fue llegar a pesar 90 kilos, llevar el pelo largo y pelirrojo, y empezar a tragarse series de gente marginada. Empezó a escribirse con chicos de la red, a fantasear con hacer realidad su sueño. Donde la gente le entendía y era lo que quería. Su refugio, aun así, no le protegía de lo que en el instituto fue cientos de adolescentes de todas las edades que le conocían por motes y no por su nombre. Y digo conocer, porque le veían y sólo sabían que era el Yogui, el gordito friki. Ya sabéis como funciona este tormento. No eres más que un entretenimiento de paso. Y nunca nadie sabe argumentar por qué actúa así.
Pero lo peor vino cuando en San Valentin se le ocurrió la descabellada idea de enviar una carta de amor anónima. Todos lo hacían. Y en su clase empezó a sentir el odioso y rocambolesco amor por un chaval de la banda de los mas malos. Y no porque le pegara o le insultara como el resto. Si no porque era de los pocos que era amable. ¡Hasta le daba de vez en cuando un abrazo por las mañanas! Llegó a llamarle por su nombre. Y eso, para un corazón blindado, era fuego. Y antes de que nos metamos en este drama, os explicaré por qué mi amigo se decidió a mandarle tal misiva.
En Halloween, se le ocurrió la descabellada idea de salir por la calle con un par de compañeras de clase. No se llevaba mucho con ellas, pero por lo menos no eran desagradables. Y realmente fue un acto de valor por su parte, porque se arriesgaba a sobrevivir entre bandas nocturnas que se disfrazaban y provocaban el caos. En la oscuridad de un parque sucedió, y con un par de carcajadas y un ‘’¡A por los frikis!”, intentaron huir a todo correr por callejuelas oscuras y mal iluminadas del pueblo. Hasta que los valientes de Educación Física les rodearon con la peor arma callejera de aquella noche: huevos.
A sus compañeras las masacraron. Tenían el pelo lleno de restos viscosos. Pero mi amigo por una vez tuvo suerte. En el grupo estaba ese chico que tanto cariño le tenía. De hecho, le apartó del grupo. Le puso el huevo en la cabeza, amenazante, como una pistola en una película de acción. Pero rápidamente se apartó y ordenó que le dejaran a él y a sus amigas en paz. Y pudieron huir a sus casas. Puede que sus compañeras no salieran ilesas, pero mi amigo atesoró la bondad de aquel chaval que en el fondo podía ser como él. Qué equivocado estaba.
Sucedió lo peor en San Valentín, como os decía. Una de las compañeras desveló su carta de amor, y pronto se propagó por la clase que era el MARICÓN del pueblo. La información es poder. Y todo el mundo quiso ESE poder. En cinco minutos los pasillos se llenaron de gritos y cuchicheos. Todo el instituto lo supo. Y cuando la sirena abrió la veda a la muchedumbre, el pueblo se enteró. Mi amigo no sabía donde meterse, donde estar a salvo. Y tras una larga jornada de collejas y zancadillas en los pasillos, bolitas de papel con ese dichoso insulto en clase y un coro de risas y burlas en todas partes, salió corriendo a su refugio. Y aunque parezca mentira, no lloró. No sabía ya estar triste, porque todo era así desde hace muchos años. De conocer la felicidad, hubiera dolido más.
Lo que de verdad le dolió fue ver como aquel chico amable dejó de acercarse a él. Ni abrazos ni saludos. De hecho, se unió a la banda del odio. Un día en la intimidad de los descansos le encontró solo, y cuando le preguntó por qué le había dejado de hablar, este respondió con sinceridad:
Porque pensé que era verdad
Los días pasaban, y todo era igual. Sus malas notas empezaron a ser catastróficas. No participaba por miedo al ridículo y apenas estudiaba al refugiarse en su anestesia mágica. En Educación Física su profesor le amenazaba con darle por abandonado en la asignatura y obligarle a repetir. Total, para él era un gordo con asma que no quería participar en clase. Pero no sabía que con 90 kilos un chaval no puede correr 30 minutos o realizar ciertos ejercicios que no ha entrenado. Y no sabía que un adolescente aterrado y avergonzado no podía entrenar si sus compañeros y compañeras le hacían la vida imposible en el gimnasio. Tampoco entendía que sus medicinas para el asma no servían si corría por el exterior si tenía alergia al polen. Pero eso no le importaba. Era solo un gordo vago, sin esperanzas de pasar de curso.
Y sus padres empezaron a castigarle. Era el vago que les mentía con sus notas cada trimestre para mantener la paz y recibir la tormenta tres veces al año. Le quietaron sus refugios, sus vicios. Pero siempre consiguió obtenerlos en la clandestinidad. Subía a la buhardilla y pirateaba las contraseñas del ordenador, se escondía un libro entre los apuntes o usaba la consola cuando echaban la siesta. Hasta que un día le pillaron y descubrieron que le gustaban los chicos. Porque ya sabéis lo que hacen los adolescentes cuando tienen en su poder internet. Y los mensajes y fantasías que escribía en el ordenador no eran disimuladas.
Tras muchas peleas y gritos diarios, mi amigo dejó de estar seguro en casa. Ni tampoco lo estaba en la calle o el instituto. Me dijo que sólo podía ser feliz cuando dormía. En la calle, como os conté, tampoco pudo vivir tranquilo. Se ponía los cascos de música a todo volumen para no oír los insultos y corría de un punto a otro. De casa al instituto y viceversa. Pero ya ni siquiera podía estar tranquilo en clase con la mente en el quinto cielo. El ser homosexual fue la guinda de los matones.
El día clave fue en una clase de guardia. Unas chicas le acorralaron cuando pintaba con la cabeza gacha en el fondo de la clase. Le insultaban, se reían. Intentaban llamar su atención. Pero no funcionaba.
CERDITO
BOLA DE SEBO
MARICÓN
BALÚ
OSO YOGUI
¿Por qué no nos miras, idiota?
Las chicas pasaron a otro nivel, y le quitaron los rotuladores y el papel. Le pintaron las mejillas, que empezaban a temblar y a volverse rojas. Mi amigo conocía ese acorralamiento. Se acordaba de aquella vez en clase de Plástica. En esta ocasión el profesor de turno no prestaba atención. Suponemos que estaba más preocupado por el marrón de quedarse de guardia porque su compañero de trabajo estaba de baja o cualquier mierda que le pringaba a él. Tanto le importaba eso, que ni se dio cuenta entre griteríos adolescentes de que las chicas del fondo le pegaron una torta al muchacho. Porque mi amigo había resistido y ellas habían pasado a otro nivel.
Yo estaba allí. Él temblaba, estaba a punto de echarse a llorar. Tenía bajo la mesa la mano abierta, amenazante. Resistiéndose a hacer lo que hizo aquél grito de auxilio de hace años en plástica. Pero yo creo, y él me lo confirmó después, que no llegó a tener valor sabiendo lo que le podía pasar. Y sin embargo salió corriendo al final de la clase. Huyó a casa y volvió a Hogwarts, a alguna región Pokemon o a su mundo onírico de los Sims.
Nos pasamos todo un año por las aulas, intentando que la gente comprenda que hay que hacer algo. Que ellos y ellas no tienen valor. Que un acto pequeñito vale mil veces más de lo que pensamos. Pero pasa como os decía al principio. Nos reímos, restamos importancia y huimos del valor de los sentimientos. ¿Os acordáis de Halloween? Un pequeño gesto, incluso en la oscuridad, vale oro. Aunque luego el temor hiciera a ese chico retroceder. ¿Aún creéis que nada cambia?
Pues ese día de guardia una chica lo vio todo. Una chica que, si bien no era su amiga, sí que era su compañera. Habían coincidido en las mesas alguna vez. Tenían trabajos en común en algunas clases. Y fue con él en Halloween porque sabía que era importante atreverse a salir. Y una vez más, sin miedo, decidió denunciar a los profesores lo ocurrido.
No cambió mucho la cosa, aunque penséis que esto es un final feliz. Bien es verdad que el acoso fue disminuyendo. Puede que por la intervención de los profesores o porque sus compañeros empezaron a cansarse de expulsar odio gratuito.
Lo que de verdad importa aquí, en este cuento que os narro, es que esa chica sigue siendo mi mejor amiga después de once años. Porque ella ha crecido a mi lado y ha visto que me quiere tal y como soy. Porque hemos aprendido a querernos tal y como somos y hemos madurado hasta ser las mejores versiones de nosotros mismos. Y el tiempo nos ha ido poniendo en nuestro lugar, como al resto.
Yo adelgacé bastante, ni siquiera me reconocen a primera vista. Y aunque pesara lo mismo, me seguiría queriendo tal y como soy. Pero es que, desde el punto de vista superficial y excluyente, mis antiguas acosadoras han acabado perdiendo en su propio juego. De rubias, ‘’guapisimas’’ y delgadas a marujas con curvas que sonríen con pudor al encontrarme por la calle. Se han convertido en lo que odiaban, y han aprendido la lección tarde. Yo ya tengo ganado eso desde que empezó el primer insulto. Ellas crecieron mirándose en el espejo y yo viajé por mis adentros. Me volví extrovertido y valiente frente a la sociedad. Luché contra alguna que otra acosadora en otros periodos de mi vida, y lo sigo haciendo.
Si algo sé con claridad en esta vida, es que como voluntario del grupo de Educación de COGAM y como futuro docente, voy a pelear por alzar a todos y demostrar que cada persona es un mundo. Que todas somos diversas y que no hay diferencia que nos vuelva inferiores. Y no voy a mentiros, es difícil y complicado. Ya os digo que esta no es una historia para demostrar que la sociedad te quiere y que el sistema está genial. Es para enseñar las cicatrices, las lecciones y defectos del pasado que arrastramos en el presente.
Os he visto llorar a más de alguna en los talleres que comparto esta historia. Cuando soltáis esas lágrimas, cuando aplaudís y me hacéis temblar por dentro, cuando me abrazáis. . . Estáis demostrando que sois la mejor versión de la humanidad, y no debéis olvidarlo. No olvidéis esta historia ni lo que es capaz de hacer un pequeño acto de bondad. No estáis solas, gritad como hice yo. Al fin y al cabo, como dijo mi personaje favorito. . .
Las palabras son, en mi no tan humilde opinión, nuestra más inagotable fuente de magia, capaces de infringir daño y de remediarlo.
Gracias
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